Antes de la revolución digital, ir de un lugar a otro requería de orientarse en el espacio y retener informaciones. Ahora el GPS hace la tarea y la telefonía celular elimina destrezas memoriosas. Hace décadas, una persona podía tener diez números de teléfonos en la cabeza. Sin representar un gran virtuosismo, eso ejercitaba la retentiva. La dependencia de las máquinas ha rebajado ciertas facultades.
A esto se agrega la menor frecuentación de los demás. El sujeto contemporáneo se relaciona con el entorno a través de las pantallas. Aunque desempeña numerosas tareas en línea, puede llegar a padecer una suerte de asperger electrónico que lo aísla de los otros y reduce al máximo sus intereses.
Durante milenios el cerebro se perfeccionó gracias a la necesidad de poner de acuerdo a personas complicadas. Si el Australopithecus incrementó su habilidad cognitiva gracias a la vida social, nosotros la perdemos por su ausencia.
En el artículo "La tecnología aumenta mientras el IQ declina", publicado en Forbes, Will Conaway señala que los nuevos aparatos "están cambiando nuestro uso del tiempo". El usuario exige satisfacción instantánea y no se asigna un plazo para superar obstáculos por su cuenta: si no halla una respuesta exprés, busca otra aplicación.
El panorama empeora al hacer otra comparación: el IQ decae al tiempo que la Inteligencia Artificial mejora. Conaway informa que en un lapso de 45 a 120 años los robots se harán cargo de la mayor parte de las tareas humanas. Un electrodoméstico será más sabio que mi vecino.
Pero todavía hay estímulos para pensar por cuenta propia. El más satisfactorio se llama libro. En The Torchlight List, James Flynn resumió una vida dedicada a estudiar la inteligencia con una certeza incontrovertible: "se aprende más de las grandes obras de la literatura que de las universidades".