2.16.2018

Hay un lugar frente al Sena

Hay un lugar frente al Sena adonde bajan a veces mis
pensamientos al río. Allí, cerca del puente que lleva
al Palais de Chaillot, hay noches en que pienso, me
digo, reconcilio, me pienso y me duelen las palomas.
De nuevo —una vez, otra, otra— he advertido el
horror de la estancia y del regreso. No tengo sitio
alguno. No: yo nací para pensar, pero no para pensar
demasiado. Nací para crear castillos y creer que eran
castillos. Vivir apenas con mis libros, mis amigos,
una mujer que ya la oigo. Como no fui otro, suelo
habituarme a lo que soy, a cómo vivo.
No es importante, es cierto. Tener pasado y futuro
no es demasiado importante. Uno puede llevar, si me
permiten, una mujer inolvidable, un verso inolvidable,
el Cristo llorando de Antonelli, el Cristo que llora
entre mis manos. No es importante, digo.
No entiendo —no me explico— por qué debo estar
en verde y grises pensando en gastar la última plata, y
después la vuelta, el terror, ¿a quién le explico? De
pronto, de pronto me parece, casi objeto que no fui
derrotado por la vida sino por mí mismo. Yo podría a
mi modo inventar el mundo, conquistarlo; yo podría.
No lo haré, aunque me importa. Soy éste, el que llora
sangrado por su ángel, el que mira en el río su río de
escombros. Hubiéramos dado otro cuerpo, otra máscara,
otra manera de ver y descubrir el mundo, entonces,
entonces madre, amigos, mis hermanos, la felicidad
y acaso Dios serían conmigo.