2.16.2018

Grabados españoles

Joven diciembre veo en el cielo las ciudades que fueron
la ciudad de Toledo. Camino. Miradas de alfileres
destellantes pican y picotean la calle. Voces Voces.
El río bebe la nieve y dice, al detener la lengua, su
nombre oriental. Casi tenues las calles suben, baja, se
cruzan se entrecruzan, ¡Es el aire!
¿Yo? Yo anhelé que los astros fueran míos. Yo
robé huella y polvo al dios del viaje. Yo soy la bestia
que siempre han derribado. Mi padre fue como yo
pero sin ojos. Degollaba corderos bajo el árbol y los
nombres ardían en el mapa de su cara. Timoneó
múltiples barcos, y en los atardeceres nos contaba
con olas en la voz que espumaban el horizonte de la
mesa, del trasmar y del trasol inexperimentados. Vigilé
su sueño, lo guardé en la brisa y el aire marinos,
y en un capítulo leí que la batalla y Paulina eran los
ojos que esperaban el país y la ciudad natales, que a
su vez esperaban al poeta que cantara las innumerables
hazañas para que las generaciones sucesivas
tuvieran algo que cantar. La melodía figura de Paulina
—observó mi padre— parece el dibujo de un maestro
ático en un vaso sagrado o en el relieve de un templo.
Eso dijo.
Mi madre murió de tarde al sol. Soñó en un mundo
feliz que nunca quiso. En la frente de los hijos señaló
con ceniza la historia de la culpa con imágenes del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Antes del rosario
o antes de dormir, pespunteaba en oro los relatos
espléndidos del marido inolvidable al que nunca
esperó. Discutíamos por nada, hablamos casi nada.
No pueden hablarse dos gentes que crecieron destrozándose.
Siempre, siempre.
El río se borra de mis ojos y al marchar me borra.
Y yo, ¿quién soy? ¿En qué espejo me perdí? ¿En qué
río?
He negado a la sangre la heráldica más oro, las
simbólicas fechas, la espada musical, el alba más
alma que glorifica el cuerpo, y sólo sé que soy alguien
—¿un aire, un simulacro?— que soñó una grandeza
sin desprecio, que asumió la desdicha y el propósito.