11.13.2013

De... El amor dura tres años. Parte II

VIII Para los que se han perdido el principio

-La vida funciona de tal manera que, justo cuando empiezas a ser un poquitín feliz, te llama al orden.



IX Lluvia sobre Copacabana

-Los cuentos de hadas sólo existen en los cuentos de hadas. La verdad resulta más decepcionante. La verdad siempre es decepcionante, ésa es la razón por la cual todo el mundo miente.

-...el amor empieza en agua de rosas y acaba en agua de borrajas.


X Palacio de justicia de París

-El divorcio es una pérdida de la virginidad mental. A falta de esa «buena guerra» que nos mereceríamos, este tipo de desastres (como perder a tu madre o a tu padre, quedar paralítico a causa de un accidente de tráfico, perder tu casa por culpa de un despido abusivo) son los únicos acontecimientos que nos enseñan a convertirnos en hombres.



XI El hombre de 30 años

-...no te haces ninguna pregunta antes de los treinta años, y cuando los cumples, ya es demasiado tarde para responderla...


-La cosa funciona así: tienes veinte años, te diviertes un poco y, cuando te despiertas, ya tienes treinta.

-Uno se casa exactamente igual que pasa el bachillerato o se saca el permiso de conducir: siempre procura adaptarse al mismo molde para ser normal, normal, normal a cualquier precio. Al no poder estar por encima del resto del mundo, deseamos ser igual que todo el mundo por miedo a quedar por debajo.

-...llevaba demasiado tiempo engañándome a mí mismo para, un día, empezar a engañar a otra persona.


XII Las ilusiones perdidas

-Yo nunca tengo suficiente: cuando una chica me gusta, quiero enamorarme de ella: cuando me enamoro, quiero besarla; una vez que la he besado, quiero acostarme con ella; cuando me he acostado con ella, quiero vivir con ella en un apartamento; cuando vivo con ella en un apartamento, quiero casarme con ella; cuando me he casado con ella, conozco a otra chica que me gusta.

-El hombre es un animal insatisfecho que se debate entre varias frustraciones.

-Empecé a rechazar la mano de Anne a todas horas. Me cogía suavemente de la mano o del brazo, o dejaba su mano sobre mi muslo cuando estábamos viendo la tele, ¿y qué veía yo? Una mano blanda, blancuzca, con la consistencia de un guante de goma. Me producía escalofríos de asco. Era como si acabara de ponerme un pulpo encima. Me sentía culpable: ¿Dios mío, cómo he podido llegar a esto? Me había convertido en la furcia del libro de Dan Franck. Ella insistía en entrelazar nuestros dedos. Yo me esforzaba, sin lograr reprimir una mueca. Me levantaba de un salto, digamos que para ir a mear, en realidad sólo para huir de aquella mano. Luego volvía sobre mis pasos, carcomido por los remordimientos, y miraba su mano, que tanto había amado. Aquella misma mano que le había pedido ante Dios. La misma mano por la que, tres años antes, habría dado la vida para tenerla así. Y sólo sentía odio hacia mí mismo, vergüenza por ella, indiferencia, deseos de ponerme a llorar. Y apretaba contra mi corazón aquel pulpo blandengue, y le hacía un besamanos empapado de tristeza y de despecho.