4.18.2013

Gatomaquia


Si te cuento esto es sólo porque en este mes y medio te he cobrado aprecio y no quiero que ni tú ni los tuyos acabéis mal. Haz que tu hermana se deshaga de él, Carlos. Que lo despeñe por un acantilado, o que envenene su comida. Lo que sea, pero que se deshaga de él.
Yo tenía un gato como ése. Quiero decir que Paula lo tenía y, por extensión, yo también. Se lo regalé cuando aquel doctor nos dijo que no podíamos tener hijos. Yo temía que mi mujer cayera en una de esas depresiones de las que se sale con sobrepeso y adicción al Prozac, de modo que me escapé de casa se lo compré en la tienda de mascotas del pueblo.
Por entonces llevábamos... Déjame pensar... Unos tres años liados, más dos de novios... En total cinco años juntos. El entresuelo que habíamos comprado en las afueras, cerca de la fábrica, estaba ya casi completamente amueblado. Teníamos televisor, tres lámparas y un DVD de esos con siete altavoces que, si quieres que te diga la verdad, son el mayor avance de la humanidad desde que se inventaron los condones lubricados.

Aquello sí que era como estar en el cine, y no la mierda que nos ponen aquí los viernes por la noche. En fin, lo que quiero decir es que lo teníamos todo, ¿vale? Y que podríamos haber continuado así por los siglos de los siglos de no ser porque un día vuelvo de la fundición y Paula me sale con que quiere un crío que lo ha estado pensando y cree que es el momento adecuado Y yo con los ojos como platos. ¿Qué me estás contando? Si a ti nunca te han gustado los críos. Sí que me gustan, sólo que no podíamos tenerlos, pero ahora... Ahora, ¿qué? Bueno, ahora que nos sobra una habitación y tú tienes trabajo fijo...

¿Me sigues? ¿Cómo iba yo a decir que no? ¡Si en mi vida fui capaz de negarle nada! Protesté un rato, claro que sí, tenía que dejar clara mi opinión al respecto, pero por último accedí. En realidad pensaba que se le olvidaría enseguida, como siempre se le habían olvidado los proyectos a largo plazo. Paula era así, ¿sabes? De las que derrochan su energía en los primeros compases de carrera y, cuando antes del final se desfondan, le echan la culpa al viento. Así había sucedido hasta entonces, como cuando se apuntó al gimnasio y a las dos semanas tiró la toalla o cuando se matriculó en la academia de peluquería y mes y medio después abandonó el bolso con los peines y las tijeras al fondo del armario, donde permaneció cubierto por la ropa vieja hasta el día en que murió. Yo confiaba en que con el crío ocurriera lo mismo, pero me equivocaba.
Paula no lo olvidó. Se consagró a ello con un interés que rayaba la obsesión. No hablaba de otra cosa, todo cuanto hacía, decía o pensaba a lo largo del día estaba única y exclusivamente orientado hacia el embarazo. Compró una cuna y un capazo, toallitas, libros y revistas con títulos como Ahora que vas a ser madre, La luna y tú, almanaque de la fertilidad o (el más inquietante de todos) Ahora que ÉL va a ser padre. Incluso me obligó a comprar placas de pladur para hacerle al bebé unas estanterías donde guardar sus juguetes. Y total, para nada, porque al final todos aquellos trastos se quedaron acumulando polvo en la habitación libre cuando el especialista nos dijo que no podíamos tener hijos, que ella y yo éramos incompatibles.
¿Que si teníamos otras opciones? Joder, claro que sí. Hoy en día lo que sobran son opciones, siempre que estés dispuesto a vender un riñón, hipotecar el otro y no te importe tener trilli­zos. ¡Opciones! Paula me las enumeró todas y cada una duran­te el trayecto de regreso desde la consulta: tratamientos de fertilidad, donantes de semen, fecundación in vitro... incluso me habló de adoptar. Yo, sin embargo, me mantuve firme: ni tratamientos ni pollas en vinagre. Cuando la cosa no está de quedar en estado..., ajo y agua, ¿no te parece?
Bueno, pues ella se lo tomó fatal: se pasó el día llorando, y una semana después todavía estaba hecha una Magdalena.
Una noche, en la fundición, un compañero que trabajaba en la zona de verificación visual me dijo que debería comprarle un gato a mi mujer, y la verdad es que me pareció un consejo cojonudo, porque cuando un gato es un cachorro hay que cuidarlo como a un bebé, y eso era precisamente lo que necesitaba Paula; y, además, cuando crece no hay que dejarle el coche ni pagarle la universidad. La noche siguiente, mientras vertía el caldo en las coquillas que desfilaban ante mí (y de las que más adelante salían bombines de freno y recambios para lavadoras), le daba vueltas a la idea, y cuantas más vueltas le daba, más me gusta­ba. Cuando a las seis de la mañana salí de la fábrica, ya lo había decidido: esa misma tarde, antes de que cerraran los comercios, me presenté en la tienda de mascotas del pueblo y lo compré. Y maldita la hora, te digo. Maldita la hora.


2

Al principio todo fue como la seda. Era un cachorro cariñoso y juguetón, un gatito persa de color gris ceniza como el que sos­tiene tu hermana en la foto. Paula se encariñó con él desde el primer momento, y lo mimaba... Madre mía, cómo lo mima­ba: le calentaba la leche, le daba el biberón, lo llamaba su «bebé». Cuando más adelante no pudimos permitirnos com­prar chuletas de ternera a diario, al maldito animal nunca le faltaron sus latitas individuales de comida. A veces, si había coliflor para comer o alguna otra porquería por el estilo, miraba el cuenco de Fifí (así le puso al gato, manda huevos) y te juro por Dios que me daban ganas de darle el cambiazo.
En muchos aspectos fue como si Paula hubiera tenido el hijo que deseaba, aunque sin las incomodidades del parto. Se dedicó a él en cuerpo y alma, y a mí me dejó de lado como hacen tantas mujeres al dar a luz. Todos los mimos se los llevaba él, todas las atenciones. Paula ya nunca se reía conmigo, pero, joder, ¡era ver al gato perseguir un papelajo por el pasillo y sal­társele las lágrimas de la risa!
Bueno, y si ni siquiera se reía conmigo, del sexo olvídate. Se acabó lo que se daba. Se quedaba hasta las tantas en la sala viendo la tele con Fifí sobre sus rodillas, de manera que cuando pri fin venía a la habitación decía que era demasiado tarde, que estaba cansada, que era uno de esos días... y se metía directa mente en la cama dándome la espalda. Al cabo de unos meses acabé por resignarme y me la pelaba casi a diario en el baño, como cuando tenía trece años.
Y sin embargo yo la quería. ¿Puedes creerlo? A mí, hoy en día aún me cuesta, pero es cierto: la quería. A pesar de que me ignorara, a pesar de su frialdad y su desdén (que cerca del final fueron insufribles), yo estaba enamorado de ella hasta los huesos. Cada día, al levantarme, la veía bajo la luz encarnada del despertador, con el rostro relajado y en paz, tan guapa que dolía mirarla, y me preguntaba cómo... Cómo demonios había sucedido todo, cómo era posible que nuestra relación se hubiera ido al carajo así —¡zas!— sin avisar, cómo era posible que ella hubiera llegado a despreciarme de aquel modo en tan poco tiempo.
A veces, sabes, sobre todo al final, por la noche, antes di cerrar los ojos, me concentraba en el ronroneo de Fifí, que dormía con ella, y pensaba para mis adentros: «Matar al puto gato, matar al puto gato», porque se ha dicho que repetir algo hasta quedarte dormido es el mejor método para soñar con ello. Y en alguna ocasión lo logré, como lo oyes: soñé que lo metía en la bolsa de deportes con la muda y el bocadillo, me lo llevaba a la fundición y, una vez allí, arrojaba la bolsa en la cuchara llena de acero fundido. Luego, al volver a casa, me encontraba a Paula llorando porque Fifí había desaparecido. Entonces yo la abraza­ba y la consolaba diciendo que así es como son los gatos, y aca­bábamos haciendo el amor sobre la alfombra de la sala, como dos recién casados.


3

Estoy convencido de que si las aguas hubieran seguido su cauce yo habría acabado por hacerlo, ya sabes, llevarme el gato en la bolsa y todo lo demás. Una vez una idea así se te ha metido en la cabeza no hay manera de hacerla salir. Sin embargo, al poco de comenzar a considerarlo seriamente, el sector del acero atra­vesó un mal momento. Un bache, dijeron los soplapollas de siempre, algo temporal, pero lo cierto es que se las arreglaron para prejubilar a todos los que pudieron y liquidar a los más jóvenes en dos regulaciones de empleo que se sucedieron como ráfagas de ametralladora.
Total, que de buenas a primeras me vi en la calle con una indemnización ridícula, veinte años de hipoteca por delante y una mujer y un gato a los que alimentar. Tocaba apretarse el cinturón y vaya si nos lo apretamos. Que yo recuerde no volví a comer en condiciones hasta que ingresé en prisión, con eso te lo digo todo. Y mientras comíamos basura y llevábamos la ropa remendada, mientras a cada entrevista de trabajo le seguía un mayor silencio, ¿qué crees que hacía el señor marqués? Comer, comer como un cabrón aquellas latitas de comida para gatos. Mil veces intenté convencer a Paula de que no podíamos permitírnoslo, que Fifí tendría que arreglárselas con lo que sobrara en nuestros platos y en el fondo de la olla, pero ella como si nada, que no, que su bebé no iba a pasar hambre, que él no tenía la culpa (y agárrate, porque esto me lo dijo así, con todas las letras, la noche antes de que..., bueno, la noche antes), que él no tenía la culpa de que a su dueño le hubieran echado del trabajo y fuera un vago de mierda al que nadie quería contratar.
Comenzamos a discutir. Gritamos los dos, pero la que llevo la voz cantante fue ella. Supongo que casi todos mis reproches se los llevaba el agua del inodoro cada mañana, pero los suyos habían ido fermentando en su interior a lo largo de varios años y aquella noche afloraron a la superficie como cadáveres mal enterrados. Me acusó de haber arrojado su vida a la basura, de tenerla encerrada en aquel entresuelo de las afueras, tan cerca de las fábricas que no podía tender la ropa en la calle sin que se volviera a ensuciar, de condenarla a una vida «mediocre y sin esperanza»... ¡Como si el mundo girara a su alrededor, como si yo lo estuviera haciendo mal a propósito, como si yo no viviera también en aquel pisito inmundo y comiera la misma mierda que ella día tras día!
Al cabo de un rato no pude soportarlo más. Comenzaba a sentir esa especie de succión en la boca del estómago, así qui antes de cometer una estupidez agarré la chaqueta y me marché dando un portazo.
En la calle hacía frío, pero a mí me daba igual. Alcé el cuello de la chaqueta y comencé a caminar soltando vaho por la nariz como un toro bravo, con los puños cerrados en los bolsillos. Todavía me parecía escuchar los insultos que Paula mi había dedicado al salir retumbando en mi interior, rebotando en mi cabeza como la pelota que Steve McQueen hacía rebotar en la pared de la celda de castigo en La Gran Evasión: en un vago —-¡paml—, un inútil de mierda —\pam\—, un ignorante —-^patapaml—. ¿Cuánto tiempo hacía que Paula pensaba eso de mí? No podía dejar de hacerme esa pregunta. Las cosas habían cambiado entre nosotros, de acuerdo, pera ¿hasta ese punto? ¿O es que habían sido así desde el principio? ¿Pensaba eso Paula cuando dio el sí quiero, cuando nos luimos a vivir juntos, cuando me dijo que tendríamos un bebé? Yo creo que no. Lo creo ahora sentado aquí contigo con la misma intensidad con la que lo creí entonces, mientras entraba y salía de los charcos de luz que proyectaban las farolas en las aceras humedecidas por la helada. Ella me que­ría, sólo que el gato había conseguido que se le olvidara. Calladamente, sin llamar la atención, había ido llenando todos y cada uno de los silencios de Paula con su ronroneo gris ceniza hasta conseguir que en su pecho no hubiera sitio para otro amor que el amor maternal.
La sangre latía con fuerza en mis oídos mientras caminaba hacia el centro en pleno acceso de violencia. Eran las once y media de la noche. Las calles estaban desiertas, a excepción de algún coche que pasaba dejando una nube blanca tras de sí, pero si alguien me hubiera salido al paso —y en los tiem­pos que corren no es algo tan difícil, incluso en un pueblo tranquilo como el mío— creo que le hubiera matado allí mismo con las manos desnudas por el simple y puro placer de hacerlo.
Al cabo de veinte minutos me encontré enfilando la calle que bordeaba el colegio y llevaba hasta la tienda de mascotas. Pensaba, ¡qué se yo qué pensaba! Liarme a patadas con la puerta, cargarme la luna a hostias..., dar salida a toda aquella mala leche antes de que se agriara en mi interior. Ya estaba mentalmente preparado para ello, tenía incluso apretado el puño alrededor del llavero metálico, por eso me dolió de aquel modo cuando vi que habían cerrado el negocio, como cuando cierras el grifo en mitad de la meada: el mismo escozor, sólo que en la cabeza en lugar de en la polla.
Habían desmontado el cartel luminoso y cubierto la luna del escaparate con papel de estraza. En la puerta, donde hacía casi un año te recibía una pegatina en forma de perro con la palabra «Abierto» saliéndole de la boca, ahora se veía una hoja de papel cuadriculado pegada con cinta adhesiva. En ella alguien había escrito con un rotulador fosforescente: «Centro de belleza Marilín. ¡Disfrute con su hija de nuestros bonos familiares! ¡Abriremos en breve!».
Me quedé allí unos minutos con el estómago lleno de plomo fundido mientras leía una y otra vez el dichoso papelito, sintiéndome pesado y desinflado como un globo viejo, muriendome de ganas de sentarme en el bordillo de la acera y..., no sé, romper a llorar o simplemente cerrar los ojos y dejarme morir No sé si sabes a qué me refiero.
Pasado un tiempo, giré sobre mis talones, le escupí en el ojo a una papelera y reemprendí el camino de regreso, todavía con ideas de muerte en mi cabeza. Pensaba en lo que todo el mundo piensa en los malos momentos: lo que había hecho mal en la vida y lo que no había hecho bien, que casi nunca es lo mismo; el tiempo perdido; las mentiras dedicadas a lo demás y las que se dedica uno a uno mismo para seguir adelante sin volverse loco. Ese tipo de cosas... Pero, sobre todo pensaba en lo estúpido que era por no haberme llevado al gato a la fundición cuando todavía trabajaba allí. ¡Hubiera sido tan fácil hacerlo a las cinco de la madrugada! Ahora en cambio era imposible. Paula se pasaba el día en casa, enchufada al televisor con Fifí rondando siempre a su alrededor como un puto satélite gatuno. Adivina quién se encargaba de la compra desde que me echaron del trabajo.
En algún punto entre el futuro centro de belleza MariIm y  nuestro bloque de pisos en las afueras, aquel batiburrillo de sentimientos encontrados alcanzó un equilibrio interno. Y comencé a pensar con claridad, a buscar una solución para el único impedimento que tenía para matar al gato y recuperar así a Paula. Al final, cuando ya estaba abriendo la puerta del portal, se me ocurrió el modo en que podría hacerlo, tan claro tan sencillo, que cuando me metí en la cama todavía tenía la carne de gallina.

4
Aquella noche volví a soñar que mataba a aquella asquerosa bola de pelo, pero esta vez no lo hacía en la fundición, sino en casa. Apretaba mis manos alrededor de su cuello y lo hundía boca arri­ba en la bañera. Mis brazos parecían extremadamente largos y delgados en mi sueño, como ramas. Fifí se agitaba bajo la superficie revuelta del agua, abriendo y cerrando la boca. Yo gritaba, pero mi voz sonaba grave; las palabras, ininteligibles. Y entonces me daba cuenta de que era yo quien estaba bajo el agua, que aquellos brazos no eran los míos alargándose hasta el cuello del gato, sino las patas del gato alargándose hasta mi cuello, salvo que va no era Fifí, sino Paula, Paula inclinada sobre la bañera, Paula sujetándome desde las alturas, las puntas de su cabello arañando la superficie, y yo gritando, y el agua penetrando en mi boca, en mis oídos, en mis ojos, y la luz del techo tremolando tras el ros­tro difuso de mi mujer, que sonreía mientras yo me ahogaba.
Desperté bruscamente, sudando, solo en la cama. El reloj de la mesita marcaba las diez y media, hacía meses que Paula no me despertaba para que desayunáramos juntos. Me quedé quie­to unos segundos con los codos apoyados en el colchón y la res­piración entrecortada, reviviendo cada detalle de la pesadilla. Me sentía aturdido, mareado. En mi confusión, tanteé incluso la entrepierna del pijama para comprobar si estaba mojado, como cuando era crío.
Al cabo de unos minutos logré serenarme y me levanté. Paula trajinaba por el piso. El televisor inseminaba la casa con la estupidez catódica. Subí la persiana y fui a darme una ducha. Cuando, desde el cuarto de baño, escuché maullidos en la cocina, estallé.
Lo haría. Sí, señor, lo haría. Mataría al puto gato. Lo aho­garía en la bañera, como en el sueño. Sanseacabó, kaput, a tomar por culo.
En cuanto tomé la decisión, me sentí mucho mejor, todo cobró sentido. Tenía algo que hacer, ¿comprendes? Un propó

sito, un plan. Con la barbilla hundida en el pecho y el agua caliente cayéndome en la nuca, lo repasé todo tal y como se me había ocurrido la noche anterior al volver a casa, visualizando paso a paso cada etapa. Mientras lo hacía, sentí el inicio de una erección, pero abrí el grifo del agua fría antes de que la cosa pasara a mayores.


5

A la hora de comer, cuando Paula volcó el contenido de otra latita en el cuenco de Fifí, di el primer paso para alejarla de casa: le pedí disculpas por mis comentarios del día anterior. Aquello la desequilibró. Dejó la lata sobre la encimera y se volvió para mirarme. Habíamos pasado toda la mañana sin dirigirnos la palabra y no esperaba que a aquellas alturas le pidiera disculpas. Es posible incluso que pensara que era ella quien me las debía a mí. Aproveché su turbación para decirle de nuevo que me parecía injusto que su gato comiera aquellas latitas, que el cinturón debíamos apretárnoslo todos y que, sin fuentes económicas adicionales, él no podría seguir dándose la vida padre indefinidamente.
En cualquier otra ocasión —lo sé— Paula se hubiera lanza do a mi yugular; aquel día, en cambio, no lo hizo. Pensó en lo que yo le decía, o al menos simuló hacerlo. Sin embargo, antes de que mi mujer pudiera meter baza, ataqué de nuevo.
Quizá si ella encontrara algún trabajo... Le hablé de la tien­da de mascotas que había cerrado, y del centro de estética qui abriría en breve. Tal vez buscaran empleados. Paula no había terminado sus estudios de peluquería pero, joder, siempre si necesita a alguien para barrer el pelo del suelo, ¿no?
¡Ojalá la hubieras visto entonces, Carlos! ¡Cómo se le iluminaron los ojos, cómo se le encendieron las mejillas! Comenzó a hacer planes y más planes con aquel entusiasmo inicial del que antes te hablé. Sacó del armario el bolso con los peines y las tijeras, eligió su mejor traje para ir al futuro centro de belleza aque­lla misma tarde. Confiaba en que encontraría a alguien, que ese alguien le haría una entrevista, que de la entrevista saldría con un contrato bajo el brazo. Volvería a matricularse en la acade­mia, y esta vez —dijo, mirándome a los ojos—, nadie le impe­diría terminar. Yo sonreía todo el tiempo, sintiéndome un poco mareado. La contemplé mientras se cambiaba en el cuarto. Estaba guapa, Carlos, más guapa de lo que la había visto en el último año y medio. Y, lo mejor de todo, ni rastro del gato.
El resto del tiempo hasta la hora en que salió lo invirtió en repasar el estado de las tijeras, limas, peines y demás utensilios que habían languidecido durante años en el fondo del armario. Los limpió uno por uno y, cuando por fin sonó la campanada de las cuatro y media, se levantó, se abrochó su chaqueta beige y se preparó para salir. Yo la acompañé hasta la puerta, embo­bado, totalmente embobado, como un adolescente que ve por primera vez a su chica desnuda.
A veces creo que si aquel día Paula me hubiera dado un beso antes de salir yo no hubiera hecho nada de lo que hice después, y en consecuencia ella aún estaría viva. Quizá con otro, pero viva. A veces todo pende de un hilo, todo se balancea sobre el filo de una navaja muy afilada, tan afilada y aguda como un silencio o una sonrisa vista de través, y aquél fue uno de esos momentos. Sin embargo, nada de aquello sucedió, porque cuando mi mujer estaba a punto de abrir la puerta, sonó el llan­to de Fifí en la habitación libre y, en el momento en que vi cómo Paula me apartaba de su camino para ir a ver qué quería, supe que ya no había vuelta atrás. Que definitivamente lo haría.
Desde la entrada escuché cómo Paula le decía al gato que no se preocupara, que mamá volvería pronto y que hasta entonces papá —¡yo!— cuidaría de él. Al poco salió de la habitación, pasó a mi lado y, sin dirigirme media palabra, se marchó. Yo me quedé en el recibidor hasta que escuché el sonido de la puerta del portal al cerrarse. Entonces me giré y lo vi allí encima, lamiéndose las pelotas. Como hay Dios. Había salido de la habitación y ahora estaba en el sofá, con las patas estiradas y la cabeza hundida en la entrepierna, dale que te pego, ¿qué te parece? El puto rey de la casa.
No dije nada. No grité, no gemí, ni siquiera jadeé. Simplemente fui al baño, puse el tapón en la bañera y abrí al máximo el grifo del agua caliente. Cuando la bañera estuvo llena, volví a por él, que seguía a lo suyo en el sofá, y me lo llevé sin que opusiera resistencia.
No hizo nada cuando vio la bañera, de la que brotaba una nube lenta de vapor como la bruma que flota de madrugada sobre las marismas. Eso de que los gatos odian el agua es una chorrada, un mito. Toda la vida Paula lo bañó una vez por semana (bañaba a su «bebé») y Fifí jamás montó una escanda­lera. Claro, que en aquellas ocasiones el agua apenas le llegaba a la altura de la panza y estaba tibia. En cuanto aquel día sus patas rozaron la superficie y descubrió que el baño que yo le había preparado era muy distinto, la cosa cambió. ¡Qué forma de retorcerse, qué manera de arañar! Me dejó las muñecas y los antebrazos marcados como un mapa de carreteras, pero a la larga yo sabía que llevaba las de ganar.
Sumergí su cuerpo bajo el agua una y otra vez, ignorando el dolor, ciego de rabia. El vapor empañaba la ventana, el espejo, los azulejos. De vez en cuando se me escurría y conseguía sacar la cabeza durante unos segundos; entonces maullaba como hacen los gatos desesperados, con ese maullido ronco como llanto de bebé capaz de enloquecer a cualquiera, pero yo rápidamente volvía a sumergirle. No sé cuánto tiempo estuve allí arrodillado tratando de ahogar al puto gato, aunque muy bien pudieran haber sido diez o quince minutos. Se dice pronto. pero hay que vivirlo: quince minutos luchando contra un manojo de tendones y músculos tensos y flexibles, todo zarpas afiladas, dientes agudísimos, mientras el agua rebosaba y caía sobre el suelo del baño.
Pasado aquel tiempo, dejó de forcejear entre mis manos y si quedó inmóvil a media profundidad. Respiré hondo mientras contemplaba cómo su pelo se mecía bajo el agua. Cuando me tranquilicé, lo saqué de la bañera para meterlo en una de las bolsas que había llevado al baño, una de esas bolsas de basura negras con asas rojas de las que hay que tirar, como los cordo­nes de unos pantalones deportivos. Mientras lo hacía, el agua que goteaba de su cuerpo tableteó contra el suelo como..., no sé, algo extraño y perturbador que me hizo sentir náuseas: puñados de tierra sobre la tapa de un ataúd o pasos a tu espal­da en un callejón oscuro... Y de pronto me pareció escuchar de nuevo el mismo maullido desgarrador, dentro, profundamen­te enterrado en mi cabeza, como si nada hubiera cambiado, como si matar al gato no hubiera solucionado ni uno solo de mis problemas. Aquella furia, aquella rabia incontenible no había desaparecido al ahogar al gato, sino que seguía aumen­tando más y más, mi cabeza como una puta olla a presión a punto de explotar, y aquel chillido, aquel llanto insoportable...
Tenía que acabar, acabar de una vez por todas, de modo que metí al gato en la bolsa, me levanté y... En fin.


7

No es que me sienta muy orgulloso de lo que hice entonces, pero supongo que ya daba igual. Al fin y al cabo, ya estaba muerto; «tranquilícese, ya estaba muerto», como le dijo la comadrona del chiste al padre tras golpear una y otra vez al bebé recién nacido contra la pared del dormitorio. Es un chis­te cruel y, desde luego, no es ninguna excusa, pero ilustra bas­tante bien lo que ocurrió. Joder, es exactamente lo que ocurrió. Comencé a darle patadas a la bolsa. Tímidamente al principio, pero después cada vez más fuerte. Una patada tras otra, una y otra vez, una y otra vez.
Con cada patada me sentía mejor, la presión se aliviaba y en conjunto la sensación era tan parecida a un interminable orgas­mo que tiempo después, cuando todo terminó, busqué en mis calzoncillos restos de semen. La bolsa volaba por el cuarto de baño (los cordones rojos flotaban detrás, como hilos de sangre), chocaba contra la pared con estrépito, se deslizaba por los azulejos verdes hasta el suelo encharcado. Yo me acercaba de nuevo hasta ella y le propinaba otra patada, y otra, y otra, mientras gritaba. Sentía a través de las zapatillas las partes del cuerpo que golpeaba: la dureza del cráneo, el vientre blando y receptivo, la espina dorsal... La bolsa iba de un lado a otro: de la base del lavabo hasta la taza; desde allí, hasta el bidé; desde el bidé, a chocar contra la pared de la bañera. Seguí golpeándola hasta que hacerlo fue como patear un saco lleno de muñecas rotas de porcelana, y entonces lo hice aún más fuerte. Pasado un tiempo —puede que diez minutos, puede que más—, caí al suelo de rodillas y comencé a llorar, totalmente vacío, desinflado, como el día anterior frente al centro de belleza Marilín.
Allí me quedé un buen rato, pero por último me rehice. Iba a levantarme a recoger todo aquel estropicio cuando, de pronto, me parece ver algo por el rabillo del ojo, una mancha bi­color, un movimiento. Me vuelvo y allí me la encuentro.
¿A quién va a ser? A Paula en la puerta del baño, con los ojos muy abiertos, respirando agitadamente. No hacía ni tres cuartos de hora que había salido de casa, era imposible que hubie­ra ido hasta la antigua tienda de mascotas y vuelto en tan poco tiempo, pero allí estaba. Dicen que las mujeres tienen un sexto sentido para esas cosas, y quizá sea cierto. Aún llevaba puesta la chaqueta beige y los zapatos de tacón; ni siquiera había dejado el bolso en la sala al entrar, como solía hacer. No sé cuánto tiempo haría que estaba allí viéndolo todo. No mucho, imagino, porque de lo contrario habría gritado nada más verme sacar el cadáver chorreante de la bañera, pero quizá sí el suficiente para presenciar los últimos estallidos de rabia y hacerse una idea aproximada de lo que había ocurrido.
Entonces, mientras trato de pensar una excusa, veo que su rostro se desencaja, que su mandíbula cae unos milímetros y sus ojos se apagan, se entrecierran en una expresión de auténtico odio, y un instante después comprendo que se va a abalanzar contra mí.
Intenté levantarme, pero resbalé en el suelo mojado y caí de espaldas entre la bañera, el lavabo y la taza del retrete. Desde aquella posición vi cómo los tacones de su zapatos chapoteaban en el suelo encharcado acercándose hasta que, de pronto, la tengo encima, sentada a horcajadas sobre mi cintura como hacía año y medio que no se sentaba, chillando, arañándome, abofeteándome, y yo sin hacer nada, sin responder, hasta que por fin consigo reaccionar y la empujo hacia atrás con todas mis fuerzas, apartándola de mí.
Paula cayó cerca de la puerta. Su cuerpo se deslizó unos cen­tímetros antes de detenerse, con el contenido del bolso, que se había abierto durante la caída, desparramado a su alrededor. Yo me levanté por fin, pero estaba atrapado entre el inodoro y la bañera. Con la espalda contra la pared vi cómo Paula apoyaba una mano en el suelo para levantarse y sus dedos tropezaban con las tijeras de peluquera. Las blandió como si de un puñal se tratara y cargó contra mí.
Por un momento pensé que resbalaría en el suelo mojado. Joder, con aquellos tacones tendría que haber resbalado. Pero no, no resbaló. Avanzó hacia mí desde el vano de la puerta, inexora­ble como el otoño, apuñalándome con la mirada como, supon­go, deseaba hacer con las tijeras. Sólo fue un paso, pero se me grabó a fuego en la memoria, y, si me lo propongo, aún hoy soy capaz de recordarlo todo, como a cámara lenta: Paula con las tije­ras alzadas, la boca entreabierta mostrando los dientes, aquella expresión de odio en sus ojos. Se le había mojado el pelo en la caída, y ahora las puntas se separaban en mechones oscuros que bailaban cruzándose ante su cara. Recuerdo aquel paso con total claridad porque no hubo un segundo. Su pie tropezó con la bolsa de basura, que se deslizó hasta la base del lavabo por efecto del golpe, y Paula cayó. Cayó hacia delante, hacia mí que nada podía hacer, perdido todo el control, intentando aún alcanzarme con las tijeras pese a ser evidente que ya no podría hacerlo.
Se desplomó de frente y su sien derecha impactó contra el borde del inodoro con un sonido similar al de las sandías maduras antes de caer toda ella al suelo, boca abajo, entre la taza y el lavabo, a escasos centímetros de mis pies. Al cabo de unos segundos vi brotar la sangre bajo su rostro, formando una nube cuyos bordes se deshilachaban al contacto con el agua.
Y eso es lo que pasó.


8

Llegado a este punto, Esteban dejó de hablar. Sacó otro Ducados de la arrugada cajetilla que guardaba en el bolsillo de su camisa, se lo llevó a los labios y lo prendió con una de esas caladas tan profundas que te hacen pensar en el suicidio.
—Eso es lo que pasó... —repitió en un susurro, exhalando el humo con los ojos entrecerrados.
Estábamos en el patio de la prisión, haciendo tiempo hasta la hora de la comida. Era un estupendo día de septiembre, uno de los últimos buenos del año, con el cielo azul, el sabor del mar flotando en el aire y algunas gaviotas posándose de tanto en tanto para picotear las briznas de hierba que crecen en las grietas del hormigón. Nos habíamos sentado en uno de los destartalados bancos junto al muro norte para tomar el sol como los lagartos que por obligación teníamos que ser de diez a dos. Yo había sacado un libro de la biblioteca unos días atrás, pero aquella mañana no me apetecía leer, por eso en cuanto nos sentamos le enseñé la fotografía que me había traído mi madre la semana anterior, esa en la que Carolina, mi hermana pequeña, sostiene frente a la cámara la gata que mamá le había regalado al poco de empezar mi proceso, para que le ayudara a no pensar en lo de Rex. Apenas Esteban la vio, comenzó a hablar, sin más interrupción que la necesaria para sacar otro cigarrillo arrugado de la cajetilla y prenderlo, como si hubiera esperado desde hacía tiempo una excusa, cualquier excusa, para contar su historia.
—En resumidas cuentas —dije yo para tirarle de la len­gua—, que tú no la mataste.
Esperaba que Esteban enarbolara a continuación la bande­ra de su inocencia, pero no ocurrió así. Se giró hacia mí y, al mirarle, comprendí que la ira ardía en su interior con la misma intensidad con la que ardió instantes antes de emprenderla a patadas con la bolsa de basura. De pronto me sorprendí deseando que no hubiera advertido el sarcasmo en mi voz, por­que el muro norte distaba un trecho de las galerías cuya planta baja constituía el límite sur del patio y Esteban dispondría de algún tiempo para encargarse de mí antes de que los vigilantes llegaran hasta nosotros. Eso, si tenían un buen día y querían evitar la pelea en vez de limitarse a mirar hacia otro lado y dejar que dos asesinos convictos se mataran entre sí.
Afortunadamente, nada de eso ocurrió. Esteban parpadeó y la ira desapareció tan rápidamente como vino. Dejó caer el cigarrillo al hormigón bañado por el sol y lo aplastó con el tacón del zapato. Luego recogió las siete u ocho colillas y se las llevó a una de las papeleras en el otro extremo del patio.
Durante varias semanas, su historia no se fue de mi cabeza. Aunque él no volvió a sacar el tema (ni ningún otro tema en realidad, fue como estar solo en aquella celda), yo le daba vuel­tas y más vueltas. Entendía que lo que él me había contado era, en todo caso, su versión de los hechos, pero si pese a las tergi­versaciones inevitables era fundamentalmente cierta (y algo en mi interior gritaba que así era), ¿por qué había sido condenado a prisión por asesinato en primer grado, y no por homicidio involuntario? Y, ¿por qué demonios me lo había contado de aquel modo, casi sin pausa, como si lo estuviera vomitando?
Los días pasaron y se hicieron más cortos; la lluvia hizo su aparición en la región. El carácter de mi compañero de celda cambió también: se volvió más reservado y taciturno que de costumbre. Una noche de tormenta particularmente desagrada­ble, su voz, un murmullo grave y casi inaudible, llegó hasta mí desde la litera de abajo.
—Paula odiaba la lluvia, decía que sólo debería llover sobre los pantanos —sus palabras sonaban monocordes y apagadas—. Yo tenía que añadir siempre «y sobre los campos». Ella nunca se acordaba de los campos.
Miré la esfera fosforescente de mi reloj de pulsera. Eran las once y veinte. El viento ululaba tras los muros. La luz de los relámpagos que entraba por la ventana delineaba las aristas de la habitación, dejando en nuestras retinas la silueta de la celda en negativo, como una radiografía.
—En una ocasión, uno o dos veranos antes de que todo se fuera al carajo, pasamos cinco días en San Juan de Luz, a unos quince kilómetros de Irún. A Paula le encantaban esos mejillones con salsa que ponen en Francia. ¿Los has probado alguna vez?
—No —respondí—. Esta prisión es lo más lejos que he esta do de Valladolid en toda mi vida.
—Son unos mejillones diminutos. Te los sirven acompaña dos de un bol con patatas fritas. Moules frites, creo que los llaman. Paula se pasó todo el viaje comiéndolos. Los devoraba —Esteban rió y lloró a la vez. Se puede llorar y reír a un tiem­po—. Yo no quería ir, pero ella se emperró. Cuando algo se le metía en la cabeza no paraba de darte la tabarra hasta salirse con la suya. El caso es que al final lo pasamos bien allí. La recuerdo en un restaurante junto al puerto, comiendo aquellos moules frites, con la salsa blanca escapándosele por las comisuras de la boca. Nos meábamos de la risa.
Un trueno grave y profundo rodó sobre la prisión de norte a sur, como una bola lanzada bolera abajo. Yo le escuchaba con las manos cruzadas tras la nuca sin saber qué decir. Trataba de encontrarle un sentido a lo que Esteban me contaba, sin conseguirlo. Al cabo de unos minutos, sonó de nuevo su voz, ahogada y rota.
—Yo la amaba, joder. La amaba y está muerta, pero no fui yo, ¿entiendes? Lo único que yo quería era hacerla feliz, por eso nunca pude negarle nada. Nunca fui capaz de decirle que no.
Nunca fui capaz de decirle que no. Sus palabras se quedaron llorando en la penumbra de la celda como una confesión hasta que, de pronto, supe de qué asesinato había sido acusado Esteban. Lo supe todo, y al imaginar la bolsa de basura volan­do por el cuarto de baño con el cadáver deshecho en su interior, sentí deseos de vomitar.
—Me crees, ¿verdad? —dijo al cabo de un rato Esteban—. Que lo único que ahogué aquel día en la bañera fue el gato, quiero decir. Lo crees, ¿verdad?
—Claro que sí, hombre —mentí, sintiendo un escalofrío.
No le creía, pero, ¿qué otra opción me quedaba? En aque­llos momentos yo era su única familia, y él la única mía. Dormíamos juntos en aquel camareto de dos por dos, noche tras noche. Si yo me tiraba un pedo en la litera de arriba, a él le tocaba olerlo en la de abajo. Si cualquiera de los dos necesitaba utilizar el retrete en la otra esquina de la celda, al otro no le que­daba otro remedio que escuchar sus gemidos al empujar. No, claro que no le creía, pero no me quedaba otro remedio que fingir que sí lo hacía.
—Gracias, Carlos —dijo—. Tu opinión es importante. Para mí es importante.
No, no le creía, pero sí le entendía, o al menos creía enten­derle. Lo que yo pensara era importante para él, como para cualquiera es importante lo que de él piense su familia. Por eso me lo había contado todo (o, al menos, cuanto fue capaz) aquel día en el patio, porque necesitaba que yo le aceptara, aunque para ello tuviera que fingir que creía su historia. A veces es necesario mentir para no volvernos locos, había dicho en aquel banco, y tenía razón. A veces es necesario volver la cabeza hacia otro lado y fingir que ese pedo huele a rosas, sacrificarse y tra­garse bolas enormes por el bien de la familia. De eso siempre han sabido mucho las madres y, aunque ahora las cosas estén cambiando, supongo que siguen haciéndolo: «Sí, hijo, la ham­burguesa te sentó mal»; «sí, mi vida, te echaron algo en el vaso»; «sí, cariño, la reunión se prolongó hasta tarde y claro que no es de carmín esa mancha en tu cuello». Por el bien de la familia hay que tragar toneladas de cicuta y clavos oxidados.
Escuché un nuevo chasquido del mechero y una vaharada de humo acre ascendió hasta mí. El silencio se extendió por la celda, por toda la prisión, en realidad, como una manta helada. Pasado un tiempo, vi los dedos temblorosos de Esteban junto al borde de la litera, ofreciéndome un pitillo y su encendedor. El cigarrillo —blanco, retorcido— brillaba en la penumbra de la celda como un signo de interrogación.
Dudé durante unos segundos, pero por último lo acepté, me lo coloqué entre los labios y lo prendí. Luego le devolví el mechero y comencé a contarle mi historia: cómo murió Rex bajo las cuchillas de la cosechadora. Al principio vacilaba, per­día el hilo constantemente y me iba por las ramas, pero luego adquirí fluidez y lo solté todo de un tirón, como quien arroja una cena en mal estado arrodillado frente a la taza del váter. Y en ningún momento (de esto me siento particularmente orgu­lloso)..., en ningún momento necesité mencionar a mi padre.