3.08.2013

La felicidad de Manuela


Las baldosas parecían más duras que de costumbre y tenía los pies congelados. El cielo estaba nublado, pero no lo suficiente como para cubrirse completamente. Había un par de estrellas rebeldes por ahí, que aparecían y desaparecían siguiendo el ritmo de las nubes. Por momentos me daba la impresión de que la luna titilaba, que la escasa luz que proyectaba se hacía más intensa y después más débil, pero no sé, no estoy segura. Se distinguían solamente tres sonidos: el típico rechinar que hacen los murciélagos, una puerta de metal oxidado moviéndose gracias al viento y algunos autos andando a lo lejos. Pero lo más fascinante era ver cómo las nubes cambiaban de color cuando atravesaban la luz de la luna. Naranjas, después negras, después algo azuladas, y después volvían al naranja deprimente que les da la contaminación lumínica. Fue como si de repente todo encajara a la perfección, de una manera que solo yo reconozco. No soy buena con las descripciones, y aunque lo fuera y tuviera las palabras exactas, no alcanzaría porque creo que nadie entendería.
Es bastante curioso (y sobre todo triste) como estos momentos que parecen tan insignificantes e idiotas pueden hacerme tan feliz. Nunca sé cómo generarlos, cómo buscarlos, simplemente aparecen. Ahí, sola un primero de Marzo a las 3 y media de la mañana, tirada de espaldas en el suelo frío del patio diminuto y mugriento de mi casa. Ahí soy nada. Soy solamente un par de ojos observando cómo el viento mueve las nubes, cómo la luna parece titilar, cómo esas estrellas apenas visibles podrían ser planetas lejanos o galaxias enteras que nunca voy a poder mirar, pero sí imaginar. No soy más que un observador. Sin cara, sin piés congelados, sin cuerpo, sin pensar que todo es 15 veces más difícil de lo que en realidad es. Ahí soy feliz, extrañamente feliz.