2.25.2013

Cada quien con su quimera

Bajo un vasto cielo gris, en una gran llanura polvorienta, sin sendas, sin hierbas, sin cardos, sin ortigas, encontré varios hombres que andaban encorvados. Cada uno llevaba sobre su espalda una enorme quimera, tan pesada como saco de harina o carbón, o el correaje de un infante romano. Pero la monstruosa bestia no era peso inerte; por el contrario, envolvía y oprimía al hombre con sus músculos elásticos y poderosos; se agarraba con sus dedos, vastas garras, al pecho de su montura, y su cabeza fabulosa superaba la frente del hombre, como aquellos cascos horribles con lo que antiguos guerreros esperaban provocar más terror en el enemigo.


Interrogué a uno dónde iba así. Repuso que no sabían nada, ni él ni los otros, pero que evidentemente iban hacia alguna parte, pues estaban impelidos por una necesidad de caminar.

Curiosa anotación: ninguno de los viajeros tenía aire de estar irritado con la bestia feroz, colgada de su cuello y pegada a su espalda; se diría que la consideraban parte de sí mismos. Estos rostros cansados y serios no testimoniaban ninguna desesperación; bajo la tediosa cúpula del cielo, los pies hundidos en el polvo de una tierra tan desolada como este cielo, caminaban con el aspecto resignado a quien está condenado a esperar siempre.

Y el cortejo pasó a junto a mí y se hundió en la atmósfera del horizonte, por el sitio donde la superficie redondeada del planeta se oculta a la curiosidad de la mirada humana.

Por instantes me obstiné en comprender este misterio, pero pronto la irresistible indiferencia se apoderó de mí, y fui abrumado con más peso que ellos mismos con sus quimeras aplastantes.