12.04.2012

La Dama o…El Tigre


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En tiempos antiquísimos vivía un rey semibárbaro, hombre de exuberante imaginación y de autoridad tan irresistible que convertía en hechos y a voluntad, sus variadas fantasías.
Era muy dado a conversar consigo mismo; y cuando él y él mismo estaban de acuerdo sobre algo, la cosa estaba hecha; cuando sus sistemas políticos y domésticos marchaban bien, su carácter era suave y afable; pero siempre que se producía algún pequeño tropiezo, era todavía más suave y afable; pues nada le agradaba tanto como enderezar lo torcido y aplanar terrenos desiguales…como en la arena, por medio de exhibiciones de valor viril y bestial.


La arena del rey, con las galerías que la circundaban, sus bóvedas misteriosas y sus pasajes ocultos, era un medio de poética justicia en el que el crimen era castigado o la virtud premiada por la sentencia de un azar imparcial e incorruptible.
Cuando un súbdito era acusado de un crimen de suficiente importancia para interesar al rey, se anunciaba públicamente que, en un día señalado, la suerte de la persona acusada se decidiría en la arena del rey.
Reunido ya todo el pueblo en las galerías, el rey, rodeado de su corte y sentado en su alto trono, hacía una señal, se abría una puerta bajo él y el acusado salía al anfiteatro.
En frente, al lado opuesto del recinto, había dos puertas exactamente iguales y contiguas. Era deber y privilegio del sujeto a quien se juzgaba dirigirse a aquellas puertas y abrir una de ellas.
Podía abrir la puerta que se le antojaba: no estaba sometido a ninguna guía ni influencia; sólo dependía del imparcial e incorruptible azar.

Si abría una de las puertas, salía de ella un tigre hambriento, el más fiero y cruel que se había podido encontrar, el cual inmediatamente saltaba sobre él y lo destrozaba, en castigo a su culpa. En el momento en que así quedaba decidida la causa del criminal, doblaban fúnebres campanas de hierro, se elevaban grandes lamentos proferidos por los plañideros alquilados que se habían apostado al exterior de la arena y el vasto público, con las cabezas inclinadas y los corazones llenos d pesadumbre, tomaba lentamente el camino de sus casas, doliéndose profundamente de quien tan joven y hermoso, o tan viejo y respetado, hubiera merecido tan horrenda suerte.

Pero si el acusado abría la otra puerta, salía por ella una dama, la más adecuada a sus años y posición que Su Majestad había podido elegir entre sus hermosas vasallas y a esa dama era unido en matrimonio inmediatamente, como recompensa a su inocencia.
No importaba que el acusado tuviera ya esposa y familia o que sus sentimientos estuvieran comprometidos a la persona de su propia elección: el rey no permitía que tales arreglos de importancia secundaria interfirieran en su grandioso plan de retribución y premio.
La ceremonia tenía lugar inmediatamente, en la arena.
Debajo del rey se abría otra puerta y un sacerdote, seguido por una banda de cantantes y danzarines que tocaban alegres melodías en cuernos de oro, avanzaba hacia la pareja, que estaba de pie, uno al lado; y la boda se celebraba rápida y gozosamente.
Entonces las alegres campanas de bronce empezaban a doblar al vuelo, en repiques festivos, el pueblo profería gozosos vítores y el inocente, precedido por niños que esparcían flores a su paso, llevaba la novia a su casa.

Ese era el método por el que aquel rey semibárbaro administraba justicia.
Obvia a su perfecta equidad.
El criminal no podía saber por cuál de las puertas saldría la dama;
abría la que quería, sin tener la más leve idea de si, en el instante que seguiría , iba a ser devorado o casado.
En ocasiones el tigre salía de una puerta, en otras ocasiones salía de la otra.
Las decisiones de aquel tribunal no solamente eran justas, sino efectivas: el acusado recibía instantáneamente el castigo si resultaba culpable; y si era inocente, allí mismo era recompensado, le gustase o no.

No había manera de escapar a los juicios de la arena del rey.
La institución era muy popular.
Cuando el pueblo se agolpaba el día de uno de los grandes juicios, no sabía nunca si iba a presenciar un espectáculo sanguinario o una boda regocijante.
Ese elemento de incertidumbre prestaba al acto un interés que de otra manera no hubiera tenido.
De este modo las masas se divertían y quedaban satisfechas, y la gente capaz de pensar no podía tildar de injusto el procedimiento, pues ¿no tenía el acusado en sus propias manos toda la solución del asunto?

Aquel rey semibárbaro tenía una hija tan lozana como sus más floridas fantasías y con un alma tan ardiente e imperiosa como la suya.
Como suele suceder en tales casos, la hija era para él como sus ojos y la amaba por encima de toooodo.
Entre sus cortesanos había un joven con aquella nobleza de sangre y baja posición que son comunes a todos los héroes convencionales de las historias románticas que se enamoran de las reales doncellas.
Aquella real doncella estaba muy enamorada de su enamorado, porque era hermoso y valiente hasta un punto no superado en todo el reino; y lo amaba con un ardor suficientemente bárbaro para hacer excesivos su fuego y su fuerza.

Aquellos amores se desarrollaron felizmente durante muchos meses, hasta que un día el rey descubrió su existencia.
No dudó ni vaciló sobre su deber en aquel caso.
El joven fue inmediatamente encarcelado, y se pactó un día para su juicio en la arena del rey.
Por supuesto, era una ocasión especialmente importante y Su Majestad, así como todo el pueblo, estaba enormemente interesado por el desarrollo de aquel juicio.
Nunca, hasta entonces, se había presentado un caso como aquel; nunca, hasta entonces un súbdito había osado amar a la hija de un rey.

Las jaulas de los tigres del reino fueron examinadas para buscar las bestias más salvajes y más bravas, entre las que sería elegido el monstruo más feroz, destinado a la arena; y jueces y competentes observaban las filas de jóvenes y hermosas doncellas de todo el país con el fin de que el joven tuviera una desposada digna de él en el caso de que el azar no le reservara una suerte distinta.
Naturalmente, todo el mundo sabía que el acusado era efectivamente culpable del acto que se le imputaba.
Había amado a la princesa, y ni él, ni ella, ni nadie pensaba en negarlo.

Pero el rey no estaba dispuesto a permitir que un hecho e esa clase interfiriera en el funcionamiento del tribunal que le proporcionaba tanto deleite y satisfacción.
Cualquiera que fuese el resultado, el joven se quitaría de en medio; y el rey gozaría de un placer estético al contemplar el curso de los acontecimientos que determinaría si el joven habría obrado mal o no al permitirse amar a la princesa.
Llegó el día señalado.
La gente acudió de cerca y de lejos y llenó las grandes galerías de la arena; y una multitud que no pudo entrar se apretujaba contra los muros exteriores.
El rey y su corte ocupaban sus lugares, frente a las puertas gemelas,los fatídicos portales, tan terribles en su similitud.

Todo estaba dispuesto.
La señal fue dada.
Se abrió una puerta bajo el grupo real y el amante de la princesa salió a la arena.
Alto, gallardo, hermoso, su aparición fue recibida con un sordo murmullo de admiración y ansiedad.
La mitad del público ignoraba que un joven tan espléndido viviera entre ellos.
¡No es extraño que la princesa lo amara!
¡Que cosa tan terrible había de ser para él encontrarse allí!.

Mientras avanzaba por la arena, el joven, de acuerdo con la costumbre, se volvió para hacer una reverencia al rey.
Pero no pensaba en absoluto en aquel real personaje…, sino que sus ojos estaban fijos en la princesa, sentada a la derecha de su padre.
A no haber sido por la parte bárbara de su naturaleza, es probable que aquella dama no se encontrase allí; pero su alma intensa y férvida no le había permitido estar ausente de un acto que le interesaba de un modo tan terrible.

Desde el momento en que se había publicado el decreto de que el destino de su amante se decidiría en la arena del rey, no había pensado en nada más, día y noche, que en aquel gran suceso y en las diversas cuestiones con él relacionadas.
Disponiendo de mayor poder, influencia, fuerza de carácter que nadie de los que anteriormente habían estado interesados en semejantes casos, hizo lo que nadie más había podido hacer; posesionarse del secreto de las puertas.
Sabía en cuál de aquellos dos recintos situados detrás de las puertas estaba la jaula del tigre, con la parte anterior abierta, y en cuál de ellos esperaba la dama.

A través de aquellas gruesas puertas forradas de pieles por la parte interior, era imposible que ruido ni indicio llegara desde dentro hasta la persona que se acercaría para levantar el cerrojo de una de ellas; peeeero el oro y el poder de una voluntad femenina había rendido el secreto a la princesa.

Y no solamente sabía en que recinto estaba la dama dispuesta a surgir , rubosa y radiante, si su puerta se abría, sino que sabía también quién era la dama. Era una de las más bellas y encantadoras damiselas de la corte la que había sido elegida para recompensar al joven acusado en el caso de que se probara su inocencia del crimen de aspirar a una mujer situada tan por encima de él, y la princesa la odiaba.
Con frecuencia había visto, o había imaginado ver, que aquella hermosa criatura dirigía miradas de admiración a la persona de su amante, y alguna vez creyó que aquellas miradas eran percibidas y hasta correspondidas por él.
En algunas ocasiones los había sorprendido conversando .
Sólo habían hablado durante unos momentos pero mucho puede decirse en breve tiempo; quizás se habían referido a cualquier tema trivial, pero ¿cómo podía ella saberlo?.
La muchacha era encantadora, pero se había atrevido a levantar los ojos hacia el amado de la princesa y ésta, con toda la intensidad de la sangre salvaje que le habían transmitido numerosas generaciones de antepasados absolutamente bárbaros, odiaba a la mujer que se ruborizaba y temblaba tras aquella puerta silenciosa.

Cuando el amante se volvió y la miró, y sus ojos se encontraron con los de ella, que estaba más pálida y blanca que nadie en el vasto océano de rostros ansiosos que la rodeaba, comprendió por ese poder de percepción rápida que es dado a aquellos cuyas almas se funden en una sola, que ella sabía detrás de que puerta se agazapaba el tigre y detrás de cuál de ellas estaba la dama.
Es lo que él había esperado.
Comprendía el carácter de la princesa y su alma tenía la seguridad de que ella no descansaría hasta poseer el secreto oculto a todos los demás espectadores, incluso al rey.
La única esperanza del joven con algún contenido de certeza se basaba en el éxito de la princesa en el descubrimiento de aquel misterio; y en el momento de mirarla, vio que lo había logrado, como sabía él en el fondo de su alma, que lo lograría.

Entones su rápida y ansiosa mirada preguntó ¿cuál?
Para ella fue tan claro como si el joven hubiese gritado la pregunta desde donde estaba.
No había un instante que perder.
El hizo la pregunta como un relámpago, debía ser contestada con la misma brevedad.
Su brazo derecho se apoyaba sobre el paralelo acojinado, ante ella.
Levantó la mano e hizo un ligero y rápido movimiento hacia la derecha.
Nadie más que su amante la vio.
Todos los ojos estaban fijos en el hombre que había aparecido en la arena.
El joven se volvió y, con paso firme y rápido, atravesó el espacio vacío.
Todos los corazones dejaron de latir, todas las respiraciones se retuvieron, todas las miradas estaban inmóviles sobre aquel hombre.
Sin la más ligera vacilación, el joven se dirigió a la puerta de la derecha y la abrió.

Ahora, el punto culminante de la historia es: ¿Salió de aquella puerta el “Tigre o la Dama”?

Cuanto más reflexionamos sobre la cuestión, más difícil nos resulta responder a la pregunta.
Ello requiere un estudio del corazón humano que nos conduce a un intrincado laberinto de pasión cuyo camino de salida no es fácil de encontrar.
Piensa en ello.
No como si la decisión dependiera de ti, sino de esa princesa semibárbara de sangre ardiente , con el alma al rojo blanco bajo los fuegos combinados de la desesperación y de los celos.
Ella había perdido al amante, pero ¿quién lo tendría?
¡Cuántas veces, en sus horas de vela y en sus sueños, se había sobresaltado de horror y se había cubierto el rostro con las manos, al imaginar a su amado abriendo la puerta del otro lado de la cual esperaban las crueles fauces del tigre!.
¡Pero cuánto más a menudo lo había visto a la otra puerta!
¡Cómo había rechinado los dientes y se había tirado de los pelos, en sus dolorosos sueños, al ver el arrebato de delicia del joven cuando abría la puerta de la dama!
¡Cómo se había quemado de angustia su alma al verlo correr al encuentro de aquella mujer, con el sonrojo de sus mejillas y el brillo triunfal en sus ojos!
¡Cuando lo había visto adelantarse con ella, todo él radiante por el gozo de la vida recobrada, cuando había oído los gritos de contento de la multitud, y el loco repique de campanas de la dicha, y había visto al sacerdote y su alegre séquito avanzar hacia la pareja y unirlos en matrimonio ante sus propios ojos!
¡Y cuando los había visto alejarse juntos, andando sobre el camino de flores seguidos por las aclamaciones de la regocijada multitud, en los que su único chillido de desesperación se perdería y ahogaría!

¿No sería mejor que él muriese al instante y fuese a esperarla en las benditas regiones d la semibárbara vida futura?
¡Y, sin embargo, aquel horrible tigre, aquellos gritos, aquella sangre!
Su decisión fue indicada en un instante, pero había llegado a ella a través de días y noches de angustiosa deliberación.
Sabía que sería interrogada, había decidido cuál sería su contestación y, sin vacilar en lo más mínimo, movió su mano hacia la derecha.
El problema de la decisión de la princesa no puede considerarse con ligereza y yo no pretenderé ser la única persona capaz de resolverlo.
Por lo tanto, dejo que respondan todos ustedes :

¿Quién salió por la puerta …La Dama o el Tigre?